Este mes, en agosto de 2012, se ha celebrado el 50 aniversario de la muerte de Marilyn Monroe. A mí Marilyn Monroe nunca me ha llamado especialmente la atención, pero un día soñé con ella. Con ella y con Damián, y ese sueño era importante, lo supe después.
A raíz de ese sueño, reestructuré la novela, su forma y su fondo, y le dediqué todo capítulo al personaje. Para ello, tuve que ver algunas de sus películas que no había visto. Había visto, por ejemplo, Niagara, una vez en la que quería descubrir a la actriz en un registro dramático, ya que casi siempre la contrataban para hacer comedias dada su facilidad y vis cómica. Por no hablar de escenas de baile y cante en las que deslumbraba. A raíz de leer novelas sobre ella, descubrí que la persona era mucho más interesante que el personaje, y me resultó imposible no enamorarme de una chica normal, sí, una chica normal con mil miedos e inseguridades, con una vida en absoluto fácil, con una sensibilidad exquisita.
Marilyn era, en resumidas cuentas, un monstruo, una de esas personas venidas no se sabe bien de dónde a arramplar con todo, aunque fuera finalmente todo lo que arramplara con ella. Por eso se convirtió en una pieza fundamental de El Desencantador, y por eso cada vez que ahora veo una foto suya y miro sus ojos me angustia comprobar la oscuridad y el genio que habitaba en ellos.